Acitrón: un dulce que cuenta historias… y la urgencia de cuidar el desierto

Por claudia , 21 Septiembre 2025
Sumario
La extracción indiscriminada redujo de forma alarmante las poblaciones de biznagas y llevó a que estas especies fueran catalogadas en riesgo
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Hay ingredientes que, sin decir palabra, narran siglos de historia. El acitrón es uno de ellos. Lo encontrábamos en el relleno de los chiles en nogada, cortado en pequeños cubos que coronan la Rosca de Reyes, o escondido en los anaqueles de algún mercado, esperando a ser parte de un dulce cristalizado. Pero detrás de ese bocado translúcido hay un relato que cruza mares, conventos y desiertos.

La palabra viene de lejos, del árabe hispánico al-ṣitrón, heredado del árabe clásico al-ṣitrūn, que a su vez tomó del griego kitrion el nombre del cidro, un cítrico de piel gruesa y aroma penetrante. El árbol del cidro es Citrus médica, una especie de cítrico originaria de Asia, probablemente del noreste de la India, Irán o el sudeste de Asia. Es uno de los cítricos más antiguos que se conocen y es el antepasado de muchos otros cítricos cultivados hoy en día, como limones, naranjas y limas. Rara vez se consume fresca, pero la piel se usa en preparaciones de repostería y como aromatizante por su intenso contenido en aceites esenciales.

En la España medieval, el acitrón era la pulpa confitada de ese fruto, un lujo que llegó a las mesas gracias a la herencia andalusí. Los españoles trajeron tanto el vocablo como la técnica a América, pero aquí el dulce halló un nuevo protagonista, la biznaga del desierto.

Con paciencia, los cocineros locales aprendieron a cocer lentamente la pulpa de ese cactus en almíbar, hasta que se volvía firme y cristalina. Así nació el acitrón mexicano, distinto en materia prima pero fiel al espíritu de aquel confite mediterráneo. Durante generaciones, se volvió indispensable, el toque dulce y brillante de los chiles en nogada, el color presente en panes de feria o dulces conventuales.

Sin embargo, esta tradición enfrenta un dilema urgente. Las biznagas, sobre todo las del género Echinocactus y Ferocactus, crecen con extrema lentitud; algunas tardan entre 14 y 40 años en alcanzar el tamaño necesario para su aprovechamiento. La extracción indiscriminada redujo de forma alarmante sus poblaciones y llevó a que estas especies fueran catalogadas en riesgo y protegidas por ley. De hecho, la biznaga se encuentra en peligro de extinción y, desde 2012, está en la lista de especies en riesgo de la SEMARNAT. Hoy su corte y comercialización están prohibidos, salvo en proyectos autorizados que aseguren un manejo controlado.

Esta realidad nos recuerda que la cocina no puede desligarse del entorno. Cada cubo de acitrón implica decisiones que impactan la salud de los ecosistemas áridos. Las biznagas no solo regalan su pulpa, también cumplen funciones esenciales, como almacenar agua, prevenir la erosión y ofrecer refugio a insectos y aves. Perderlas sería privar al desierto de uno de sus guardianes más antiguos.

Por eso han surgido iniciativas para producir acitrón de manera responsable, como unidades de manejo que cultivan biznagas bajo permisos oficiales, programas de restauración de hábitats y, en muchos casos, la sustitución del dulce original por frutas cristalizadas como papaya o piña. El sabor no es idéntico, pero conserva el gesto simbólico sin poner en riesgo a especies que tardan décadas en madurar, así como el de aportar dulzor.

El acitrón, en cualquiera de sus versiones, es más que un bocado festivo, es una lección de equilibrio entre memoria y futuro. Proteger a las biznagas, además de salvar un ingrediente, resguardan la memoria de los desiertos, su biodiversidad y la paciencia de la naturaleza. Cada elección que hacemos —desde optar por acitrón sustentable hasta apoyar proyectos de cultivo y restauración— puede ayudar a que estas plantas sigan contando historias por más siglos. Preservar su vida es, en última instancia, garantizar que la dulzura del acitrón siga iluminando nuestras celebraciones sin apagar el latido de los paisajes áridos que le dieron origen.

 

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Columna de Sonya Santo en El Financiero

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