México vive una paradoja energética. El país está sentado sobre abundante gas natural, pero cada vez depende más del que llega por los ductos desde Texas.
En los primeros siete meses de 2025, las importaciones ascendieron a 887.5 millones de pies cúbicos diarios (MMpcd), 20 por ciento más que el año pasado, lo que representa casi el 70 por ciento de las ventas internas.
Dicho de otro modo, siete de cada 10 moléculas de gas que encendieron las turbinas y las estufas mexicanas viajaron desde Estados Unidos.
El volumen del gas importado prácticamente se ha duplicado entre 2023 y 2025.
La vulnerabilidad es evidente. Basta imaginar que alguien cierra la válvula en la frontera o que los precios internacionales se disparan: medio país quedaría en penumbras y la factura eléctrica se inflaría como globo de feria.
Hoy, la seguridad energética mexicana depende de la buena voluntad y estabilidad de un solo proveedor. Es como vivir en una casa con las llaves en manos del vecino.
De un vecino, por cierto, que ha dejado de ser confiable, al menos desde el pasado 20 de enero.
Frente a esta realidad, el fracking aparece como una palabra prohibida pero inevitable.
La fractura hidráulica, técnica que inyecta agua, arena y químicos a presión para liberar gas atrapado, ha sido satanizada en México.
El gobierno ha prometido no tocarla, en parte por la presión de ambientalistas que ven en ella un riesgo para los acuíferos, el aire y la estabilidad del subsuelo. Pero, al mismo tiempo, el país posee 225 billones de pies cúbicos de gas en recursos prospectivos. Un tesoro enterrado, ignorado por decisión política.
El dilema es claro: ¿vale la pena abrir esa caja fuerte con todas las precauciones, o seguir dependiendo del gas ajeno?
Las experiencias internacionales ofrecen luces. En Estados Unidos, la llamada “revolución del shale” transformó la economía: de importador neto pasó a exportador.
Las fábricas renacieron gracias al gas barato, y ese país se blindó frente a crisis externas. Canadá, más cauteloso, estableció regulaciones estrictas: monitoreo de agua, límites de emisiones, controles en cada pozo. El fracking no desapareció allí, pero se domesticó como un animal salvaje bajo correa.
Europa ilustra la otra cara. El Reino Unido prohibió la técnica durante años, hasta que la crisis energética tras la guerra en Ucrania lo obligó a reconsiderarla. Alemania, que cerró sus plantas nucleares y sufrió por la dependencia del gas ruso, discute si abrir la puerta al fracking bajo reglas de máxima exigencia.
El mensaje es claro: los países no cierran la puerta por dogma, sino que la abren o la cierran según las circunstancias estratégicas.
México, en cambio, ha optado por el silencio.
Pemex, cargado con alrededor de 100 mil millones de dólares de deuda, carece de la experiencia para adentrarse en ese terreno. Pretender que la empresa estatal lidere sola la extracción de gas no convencional sería como pedirle a un maratonista exhausto que cargue además un costal de piedras.
La única salida sería asociarse con privados, que traigan capital, tecnología y know how. Pero esa palabra —“privados”— sigue siendo algo que se ve con desconfianza en el discurso oficial, pese a que se han diseñado esquemas para asociarse.
El gobierno se mueve en una cuerda floja. No quiere chocar con ambientalistas ni con la opinión pública urbana, muy sensible al tema. Tampoco quiere traicionar su política declarada de “no fracking”. Pero cada mes que pasa, la dependencia del gas texano se ahonda.
Se buscan alternativas: el proyecto Lakach, en aguas profundas, o incluso importaciones de gas natural licuado desde otros países. Soluciones costosas y lentas, que son como curitas para una herida que no deja de sangrar.
El país está atrapado en un dilema entre el miedo y la necesidad.
El fracking no es una panacea, pero tampoco un demonio. Es una herramienta. Puede ser devastadora en manos irresponsables o puede ser una palanca de soberanía si se regula con firmeza y transparencia. Lo que se necesita es un debate real, con datos en la mesa y sin prejuicios ideológicos.
La peor estrategia es la que se ha aplicado hasta ahora: mirar hacia otro lado, mientras el grifo de Texas alimenta nuestra energía. La energía eléctrica que consumimos viene en buena medida de un gas producido con fracking y en muchas ciudades, el gas de la estufa o del calentador, tiene el mismo origen.
La historia enseña que depender de un solo proveedor, así sea un socio comercial, es como caminar por un puente colgante sin barandales: basta un viento fuerte para caer al vacío.
México debe decidir si construye su propio camino con las reservas que tiene bajo tierra, o si seguirá confiando en que un vecino que tiene impulsos erráticos no suelte la cuerda.
El fracking, guste o no, está en la agenda del mundo. Ignorarlo es condenarnos a discutirlo a destiempo, cuando la urgencia nos arrincone.
Hoy todavía es posible debatir con serenidad, con estudios serios y de ser el caso, desarrollarlo con regulaciones inteligentes, basadas en el conocimiento y no en la ideología.
Mañana, podría ser demasiado tarde.
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Columna Coordenadas de Enrique Quintana en El Financiero
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