El Día de Muertos tiene raíces que se remontan a las antiguas civilizaciones mesoamericanas, como los olmecas, zapotecas, purépechas y mexicas. Estas culturas consideraban la muerte como parte del ciclo de la vida y realizaban ofrendas, así como rituales religiosos, a los difuntos.
Desde años antes de Cristo culturas en Mesoamérica creían que los muertos regresaban a visitar a sus familias. Por ello entre los mexicas existían festividades como la Miccailhuitontli, dedicada a los niños fallecidos, y la Huey Miccailhuitl, en honor a los guerreros muertos.
Las ofrendas de esta época pre-colonial incluían alimentos, velas y figuras que supuestamente guiaban a las almas de los fallecidos hacia el Mictlán, o Inframundo. Estas tradiciones fueron fundamentales para la cosmovisión sobre la vida, la muerte y la memoria de los pueblos indígenas.
Con la llegada de los españoles, muchas de estas celebraciones fueron reprimidas o transformadas. Las festividades indígenas se adaptaron a los días católicos de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, dando inicio a una síntesis cultural que perdura hasta hoy.
Durante los siglos XIX y XX, las celebraciones evolucionaron con nuevas costumbres: el pan de muerto, las calaveras de azúcar, las flores de cempasúchil y los altares domésticos comenzaron a consolidarse como símbolos centrales de esta época del año.
Las visitas al panteón y las ofrendas familiares reforzaron la dimensión comunitaria de la festividad. Hoy, el Día de Muertos combina rituales indígenas y herencia colonial. La UNESCO lo reconoció en 2008 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
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Foto: UNAM
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