En México, la clase media-baja se mueve entre la estabilidad que ofrece un empleo formal y la amenaza constante de retroceder a la pobreza. Para este sector, más que lujos inalcanzables, ciertos hábitos de consumo y posesiones materiales funcionan como símbolos de progreso que validan su esfuerzo y su aspiración a una vida mejor.
De acuerdo con estimaciones del Inegi, un hogar de este estrato percibe ingresos mensuales de entre 9 mil y 18 mil pesos, principalmente provenientes de trabajadores asalariados, técnicos y oficinistas. Se calcula que uno de cada cinco mexicanos pertenece a este segmento, parte de una clase media que en conjunto representa al 42.2% de la población.
La vulnerabilidad, sin embargo, es evidente: una enfermedad, un despido o una crisis económica puede empujar rápidamente a estas familias hacia la pobreza. En ese contexto, la compra de un automóvil, un smartphone de última generación o incluso una cena en una cadena internacional de restaurantes se convierten en símbolos aspiracionales que marcan la diferencia.
Entre los elementos más valorados por la clase media-baja destacan el automóvil propio —sinónimo de independencia y capacidad crediticia—, las vacaciones familiares en destinos nacionales, o el acceso de los hijos a universidades privadas, que se percibe como la inversión suprema en movilidad social. También figuran marcas visibles como ropa deportiva de prestigio o accesorios de diseñador, que operan como señales de pertenencia a un estilo de vida moderno.
Más allá del consumo, especialistas señalan que estos hábitos representan un lenguaje social de progreso. Para millones de familias mexicanas, se trata de una narrativa de esfuerzo y resiliencia: mostrar que, pese a la fragilidad económica, se ha alcanzado un nivel de seguridad y aspiración que da sentido a su lucha cotidiana.
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xmh